Ha debido pasar demasiado tiempo antes de acertar en la compresión de la influencia sobre nosotros, las personas que han cruzado su vida con la nuestras, en las distintas etapas de la existencia, de los sentimientos y pensamientos que en su momento nos abordaron, y de la poca o mucha atención que hemos puesto en ellos.
La vida pareciera embonar solo en las imágenes inmóviles de nuestro recuerdo, de la idea que hacemos de lo que fue, aunque ésta se reconstruya cada vez que destinamos un esfuerzo reviviendo y perfilando los detalles de la historia. El resto de los menesteres alrededor de nuestra conciencia parecieran haber entrado en un vórtice de decisiones y convicciones irónicas, destrozándose en los choques contra si mismas, danzando en un baile decadente donde nada se haya atado a la lógica salvo el final, previsible e inevitable.
A los que aún ponemos atención en las formas, nos es posible distinguir dentro de esa congestión de matices la tonalidad única de la voluntad, salpicada de martirio y cansancio, pero todavía hambrienta de mejores augurios para quienes la portan. Somos nosotros también, los que podemos ver cuando la confabulación ha sido el cimiento de arena para edificar la charada, la idílica motivación con que se intenta sostener la falsedad y la hipocresía aún a costa de la barbarie.
Esta visión de contrastes no encaja con la historia que para nosotros hemos escrito, que se nos ha dictado desde siempre y que hemos perpetuado para quienes nos siguen, es por ello que los melancólicos del espíritu tejen a diario las siluetas de un cambio pasivo, superponen la pantalla que ha de darle sigilo a la realidad, para que puedan de esta forma suponer un sitio ameno y próspero donde sus prefabricadas ideas acomoden mejor, y entonces, en este artificial ambiente sentirse bien consigo mismos.
No hay demasiada diferencia entre la concepción que hacemos de nuestra experiencia y del mundo que a la distancia percibimos, de las personas y los números, de las fotografías y las miradas. Nos erigimos críticos de nuestra propia idea, desenmarañando las acciones para descubrir los huecos, para encontrar respuestas, o podemos por otro lado asirnos al suave arrullo de la fantasía, donde la luz del mundo no atraviese por completo nuestra ventana, y no ciegue tampoco al niño con la fugaz esperanza
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